domingo, 3 de abril de 2011

21.doc

Corrían los años como nubes. A veces, el tiempo acompasaba las horas y a veces sólo las marcaba en su reloj pulsera. Un legado de su madre. Uno de tantos. En los pisos brillaba la mugre que con el estanco se convertía grasosa. Entonces, al reflejo sutil de las celosías parecía encerado. Algo más que parecía lo que no era. Entre el oscuro cuarto, justo entre el pasado y su cama, Ladio meditaba sus recuerdos más alegres. Su niñez de juegos, sus amigos que le habían olvidado, su pequeño universo construído en el terreno de la ruina. Sus sueños más básicos, sus pasiones más pasionales. La cuadra festejaba el corso afuera. El ruido ni le llamaba la atención, ni lo dispersaba de su recorrido. Ni hacía mella en su ruido interno. Ladio hacía años que estaba postrado. Hacía tiempo que no se levantaba de ese colchón que sabía a humedad y colonias baratas. Su piel ya había padecido el escaldado. Aún tenía el corazón bravío y la piel curtida. Aún tenía más que eso. Aún tenía el deseo por una mujer.

Era su cumpleaños. 21 de febrero. No sabía a ciencia cierta si había nacido antes o después de las doce. Si la certeza que unos años más tarde precipitó sus días. Aquél maldito acelerador se había llevado sus piernas. Tenía 21. Y ya le sonaba ese número como kármico, ya que también su madre lo había parido con esa edad. Ladio rondaba los cuarenta. Su pasatiempo eran los rompecabezas. Aunque a decir verdad, Dana, su enfermera, solía esconderle algunas piezas para que las buscara en la habitación. Ella era dulce, paciente y mugrienta. Pasaba días sin bañarse. En Sarandí, siempre faltaba el agua y parecía haberse acostumbrado a eso. Ladio nunca fantaseó con ella. Ni aquellas tardes de verano en donde la ropa pesaba y los escotes incitaban. Era una relación fraternal. Sin padre, sin madre, y con un hermano que viajaba para olvidarse en el alcohol, Dana era su compañera. Leal y estoica. Pero no le movía ni un pelo. Si su hermana, que de vez en cuando le cuidaba. En varias ocasiones se había excitado en sueños despiertos y de los otros. Sobretodo cuando le pasaba una esponjita por el pubis para lavarle el hedor. Ladio tenía una obsesión por el 21. Eran los minutos que miraba la televisión por día. Entonces se programaba para ver el final de los programas descifrando la trama inicial. Jugaba con 21 cartas, sólo los juegos que se podían jugar, y hasta se sabía un truco de magia. Tenía 21 apilados libros en su cómoda y a las 21 horas de cada noche los recontaba, junto a sus 21 monedas de 10 centavos.

--Acá te dejo los dos pesos con diez--- le decía Dana quien le reponía las moneditas porque a veces le faltaban para los viajes en colectivo.

-- Las 21 de diez centavos.—le corregía.

Aquél verano atroz de humedad lasciva condenaba. Dana le había preparado una torta de chocolinas con dulce de leche y mendicrim. Su favorita. Y al ritmo de las comparsas de carnaval, a las 21 horas luego de revisar la biblioteca, soplaría las velitas pidiendo un deseo. Ladio sabía que pedir. Ya lo sabía. Para quien convive con la vergüenza de estar apartado de todo, nada resulta vergonzoso. El se quería así. Se levantaba con el ánimo de un bebé en el medio del fango. Ella admiraba esa entereza que salía de quien sabe lo que padece. Ese día intuía algo.

Llegó la hora señalada por su obsesiva compulsión. Dana y su hermana se acercaron con lo dulce a su cama cantándole el cumple en francés como solía hacerlo su madre.

--Pedí un deseo antes Ladio--- dijo Dana

---Si con fuerza así se cumple…---le acotó la hermana.

Ladio exhaló el deseo con la fuerza de cien vientos, alzando la mirada hacia ellas con una leve mueca.

---Espero que se me cumpla, voy a morir de pena sino se cumple…--- dijo cayendo la mirada en el escote de la hermana.

--- Bueno…comamos--- cortó Dana el lenguaje no verbal.

El deseo era estar con su hermana. Dana lo sabía. Desde siempre lo supo. No sentía pena por eso y creía que hasta podría ser el regalo para él. Su hermana estaba engarzada. Era menor que él pero sentía curiosidad. Después de la torta, Dana se excusó y salió. Su hermana se sentó a la vera de la cama a leerle unos poemas de Bolaños. Ladio la miraba perdido. Se acercó sigiloso. Le tomó la mano suavemente y le besó fuerte. Era el momento exacto. El regalo anhelado. Las rosas que no espinan. El perfume del encanto. El sabor del chocolate en las bocas que se deseaban. Se sumaron en el revuelco del sueño que se vive, revolcándose. Sonaban las murgas. Ardía la luna anaranjada. Todo fue exacto.

Ella se hizo su regalo. Ella tenía 21 años.