lunes, 19 de septiembre de 2011

El limosnero

En una esquina apagada de San Telmo estaba ahí. Entre los diarios como frazadas y el frío polar que lo acurrucaba inmóvil. Sus harapos olían a desgracias y sus gatos hacían a la noche maullar. El limosnero caminaba lenta las vacías lunas llenas y últimamente estaba agobiado. Tanto olvido no se olvidaba en las madrugadas. Tanto tránsito de gritos citadinos lo tumbaban. Tanto aroma a tinto en el empedrado lo tumbaban. Tantas charlas que se escuchaban desde su cabeza lo tumbaban. Le daban tumba. Un non-santo sepulcro. Lo ví levantarse. Ayudar a sus gatos como si fueran hijos del destino. Respirar profundo el aire viciado y triste. Inclinarse en cuclillas y esperar mi paso. Amagué a cruzar de vereda pero seguí. Con la mirada que asomaba del gabán, atento a sus movimientos, llegué a su lado. Me encontré breve y desconfiado. Sus gatos me rodearon como en un ritual de bienvenida y me detuve. Mientras hurgaba en mis bolsillos un trocado para dar. El limosnero me miró lejano. Meneaba la cabeza negando. Alzó sus manos como pidiendo y me dijo.

--Recibí ésta luz y la quiero dar, pero nadie me cree porque siempre pido--

Entonces, heló mi sangre la paradoja de la sugestión. Nadie supo a donde se guardaron mis sombras. Ni yo lo supe. Solo advertí que al irme, ese rincón quedó iluminado.

jueves, 15 de septiembre de 2011

bar

Llegó empapado a pesar del apuro. Esa absurda acción de correr para mojarse menos que no logra nunca su cometido. La tormenta azotaba vientos de agua y no daba tregua a los paraguas ni a los reparos. Llegó sacudiéndose y bufando quejas pues sólo se secaría desvistiéndose. Bendijo al barman que sin hablar le acercó un cognac y un servilletero de papel. Sacaba las servilletas como quien cuenta dinero en el banco y quedaban en bollitos empapados sobre la barra. El sitio olía la humedad de los muebles y de los espejos biselados de los años en que todo era antiguo. Se sentó en la barra mientras alguna fritura fuera del horario de cena se había quedado un tiempito más en el ambiente para recordar que ahí también se comía algo de vez en cuando. Se acomodó algo incómodo en una banqueta rodeando la copa con ambas manos mientras a través del largo espejo de enfrente miraba a los pocos que estaban allí. Entraba la madrugada en las caras y el bar recibía a los noctámbulos de siempre. Para hablar de la vida sin hacer casi nada más ni menos que eso. Las miradas en diagonal descifraban códigos de aceptación y rechazo. Lo aceptaba la mujer envuelta de rojo carmín tan roja como su boca y jeans tan oscuros como el olvido. Lo aceptaba un viejo cliente que por cada sorbo le asentía mientras su barbilla se mojaba en el enésimo trago por enésima vez. Lo aceptaba el barman con cara de no pagar sus facturas al fisco y su piel verde del oficio que le daba la noche. Lo aceptaba la parejita que jugaba al pool en el fondo que entre besos y besos fundían sus bocas en endorfinas mientras exprimían a la fonola con algo lento de metálica. No había nadie más. Todos lo aceptaban. Estaba como en su casa. El bar era una casa de amigos desconocidos. Le convidaron a secarse en silencio sus ropas. Le invitaron a quedarse un rato más ahí compartiendo el espacio. A pesar de estar frente a sus ojos no supo quien lo rechazaba pues el único que lo hacía era el rostro insomne frente al espejo cada vez que se miraba.