viernes, 27 de febrero de 2009

A 2 cm.

A 2 cm. Casi una pulgada. Distancia casi exacta entre encender y apagar. La distancia de la química que provoca. Que invita. Que desea. Entre la boca y la nariz hay 2 cm.. Entre los ojos que ven y el rinencéfalo que interpreta. Del amor al desamor. Entre hola y el adiós. Distancia entre el beso de pasión y el de ternura. El de arriba y el de abajo. Lo natural de lo perverso. La marca íntima de la proxemia. A 2 cm. la mirada de los amantes. A 2 cm. la firma del testigo cuando te casas y la del abogado cuando te divorcias. 2 cm. avanza la cordillera en 6 meses hacia el pacífico. El tanque de combustible con reserva o vacío. La medida de la colilla, del reloj pulsera, del deseo, del ojo abierto, del whisky, de alguña uña de los dedos, de la nota simple al sostenido o al bemol, del porro que hace volar, del café dejado por emociones. A 2cm. el switch del on al off. Distancia de las letras de un teclado, de cualquier instrumento que inspira. En el teléfono celular del send al end. Todo un camino de opciones. El secreto susurrado al oído se dice a 2 cm. y queda impregnado en el lóbulo de la memoria, a 2 cm. de la oreja. La medida del ombligo. De la letra clara de la que merece esfuerzo leer. Entre las bocas es la medida en la cual se respira el aire del otro. La medida exacta de la cercanía. A 2cm. el mago hace magia. Es la medida de la primera ecografía que revela la vida.
Y así, se celebra la vida.

El mar de los angelitos



Se perdían sus faldas por la esquina del viento. LLovía frío. Esa fatídica cuadra enrojecía a las unas y embelazaba la sonrisa de los otros. Era la caminata obligada desde el estacionamiento hasta la clínica. Siempre había uno o dos mirones sobre Arenales que se apostaban en la acera esperando como osos aguardando salmones. Al llegar a Maipú casi siempre volaba todo, sobretodo en abril. El viento les devolvía expresiones a los nombres. Ella era distinta. Unica en su género, era un ángel. Una niña ángel. Tal vez se acomodaba ahí para poder desplegar sus alas sin que nadie lo notara. Tal vez pocos lo notamos. Desaparecía en la nada y aparecía con todo. Vestía una sonrisa de bienvenida y una pollera de jean con remeras de mangas largas en colores claros. No muy llamativos por cierto. Lo hacía, seguramente, para no despertar sospechas de sus dones. Sencillita. Toda la sencillez de la verdadera riqueza. Era el nombre de la cara bonita. La mirada fresca y verde. Una imagen de pureza con olor a jazmines robados. Garuaba. Tendría húmedas las alitas. Alguna vez le hablamos cuando el destino nos regaló el encuentro.

--Siempre te vemos por acá. Vivís cerquita…---me animé a decirle.Miró el cochecito. Ibamos a la clínica. Mal dormidos. Malhumorados. Vió a mi bebé que lloraba y que de golpe paró al mirarla...--Le duele la pancita. Tiene una infección urinaria. Pobrecita, no habrá dormido nada--- sentenció con una determinación no habitual.

Callamos. Nos sorprendió el discurso no acorde a una nena de su edad. Nos buscamos en el silencio de la bebé. En entender que no era común.

--¿ Vos sabés de ésto parece?—pregunté para sacarle charla mientras caminábamos.

-- Mi forma de curar no es ésta. Solo se busca eso que no te encuentra. Pero algún día lo sabrás.--- me dijo al tiempo en que sonreía dulcemente.

En la clínica mi hija fue sometida a todos los análisis para encontrar el origen de la fiebre. Estuvimos casi tres horas de lloros y lamentos parentales. No había una lágrima en todo el lugar que no deviniera de nosotros. Ver a tus hijos sufrir multiplica la angustia y la impotencia. Monopolio de tensión que sofocaba y secaba la garganta. Pero era cierto. Lo que había dicho aquella niña era cierto. Salimos después perplejos por el diagnóstico. Nos cambió el semblante. Asombrados inexplicablemente como suceden las cosas más íntimas. Buscamos encontrarla. No estaba. Era una angelita. Un girasol en la luna. Todos los nombres de la bondad. Seguramente había secado sus alitas porque ya no llovía. Seguramente remontó en la noche a su estrellita fugaz.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Malentendido

Gabriel es el encargado del edificio. Como a casi todos los de su oficio, le fastidia que le llamen portero. Aún así, no se ocupa demasiado por revertir su imagen. Pasa varias horas en la vereda y conoce el sub-mundo de la vida privada no sólo de los del edificio sino de los del barrio también. Escueto y evasivo a las preguntas, siempre exige respuestas. Mientras, manguerea la vereda dos veces al día, porque dice que las necesidades caninas le ensucian el palier. Habla de política, fútbol, mujeres, noticias sobretodo amarillas, de los vecinos que están fuera de lo normal y los que llevan una vida normal. Tiene una vara moral más determinada que la de un faraón, y así se autoproclama el nuevo restaurador de Buenos Aires. Si don Juan Manuel de Rosas lo viera, moriría nuevamente. Crítico y observador, posee material como para escribir diez “best sellers”. Desborda una sobredosis de información. Nunca me agradaron los tipos que no saludan sino los saludás. No sabía muy bien el porqué, hasta que me enteré que no era una cuestión de vergüenza sino de inseguridad en la comunicación, según Hegel. El tipo espera que le decís para armarse una respuesta. De todos modos, no era el día.
Al bajar por el ascensor me topé con su figura en el pasillo de la planta baja.
--Buen día—dije.
--Lo serán para ud.--- me respondió, lo que me animó a preguntarle.
--¿No lo es para ud?---
-- Y no… tengo a mi Rosa muriendo--- susurró al tiempo que bajo la cabeza y respiró casi moqueando como boxeador.
Yo, salía con el tiempo justo, pero mi humanidad detuvo el reloj de repente. Se paró también mi mirada en un punto fijo. Me tocaba la corbata como si ello me ayudara a pensar. Hacía calor como para salir con el traje, con esa armadura socialmente aceptada. Mi corazón se desbocó en sístoles y diástoles nerviosas. Enmudecí. Aposté a que me contara y se desahogara. Sin darme cuenta le ponía el hombro a ese desconocido que ya era como de la familia. Ví al hombre desarmado. Sentí como se buscaba en el escobillón para poder hablar. Fue entonces que rompí el silencio con un lenguaje no verbal frunciéndole un ceño. Y en tono confesor, asintiendo con la cabeza, balbuceó.
-- A la rosa me la liquidaron las hormigas--

Quien


Tu voz que entrecorta en lloro. La de “closer” sonando de fondo. Paro en un semáforo porque vaya uno a saber porque supe que estaba en rojo. Se me achicharra la panza. Sé que se viene una dieta completa. De afecto, de comidas, de credulidad, de líbido. Sé porque así es. El mar de sugestiones y dudas. Lo único que daba certeza de estar en rojo era mi alma. Estás despidiéndote. Bocinazos en mi espalda me retumban como estruendos. Me quedo paralizado por tu humanidad. Varado en la bocacalle y el tránsito que no me perdona. Me cuesta ver hasta donde llegué. No es culposo, es doloroso. Quería ser caballero en un camino desconocido. No hay nada menos erótico que un hombre entregado. Terminé siendo un compañero servil de una ruta conocida. Si al menos los tiempos hubieran coincidido, me reprocho. Pero eso, es uno de mis peores defectos. Me acuerdo temprano o me ocupo tarde. Soy atemporal. Me había prometido no sufrir más por amor. Que iluso. Cómo pedir algo que no sé ser. Pocas veces me enamoré en mi vida. Si bien, perdí la cuenta de las energías compartidas en la cama, pocas veces fueron sentidas en ese plano. Chesterton solía decir que mejor que enamorarse es que se enamoren de uno. Entonces, le respeto la opinión al inglés una vez más. Igual, sé que seguiré rugiendo porque cada uno vive y muere a su manera. Adentro me dasarmo estoicamente pero creo. Aún creo. Siempre la diferencia está en saber quien me hace mejor persona de lo que soy. Quien me suma. Quien me arropa y me preserva. Quien me atiende en lo que necesito. Quien no esconde el tesoro de jade. Quien comparte ternura. Quien merece confianza. Quien me descubre abrazado a su corazón. Quien sinergia. Quien planea pequeños grandes encuentros. Quien reinventa intensamente. Quien es natural y naturalmente liga. Quien se apodera de uno. Quien rescata. Quien vuela. Quien está a tu lado. Quien no teme que me vaya porque vuelvo. Quien comparte la parte para compartir. Quien está dispuesta y no disponible. Quien se hace mejor porque le das. Quien respira de mi boca. A quien le duele si me duele. Quien…Haberte encontrado cambió mi vida, y eso es mucho de lo poco. Esto existió. Aunque jamás saldrá en los diarios.
El sentir indecible es infinito espiral. Dura lo que se recuerde.

viernes, 20 de febrero de 2009

21

Corrían los años como nubes. A veces, el tiempo acompasaba las horas y a veces sólo las marcaba en su reloj pulsera. Un legado de su madre. Uno de tantos. En los pisos brillaba la mugre que con el estanco se convertía grasosa. Entonces, al reflejo sutil de las celosías parecía encerado. Algo más que parecía lo que no era. Entre el oscuro cuarto, justo entre el pasado y su cama, Ladio meditaba sus recuerdos más alegres. Su niñez de juegos, sus amigos que le habían olvidado, su pequeño universo construído en el terreno de la ruina. Sus sueños más básicos, aquellos que siempre perduraban. Sus pasiones más pasionales, aquéllas que se quedaban lastimando su actualidad. La cuadra festejaba el corso afuera. Algarabía y bullicio en tambores de cuero. La música le sabía a ruido. El ruido ni le llamaba la atención. Ni lo dispersaba de su recorrido. Ni hacía mella en su ruido interno. Ladio hacía años que estaba postrado. Hacía tiempo que no se levantaba de ese colchón que sabía a humedad y a colonias baratas. Su piel ya había padecido el escaldado. Aún tenía el corazón bravío y el alma curtida. Aún tenía más que eso. Aún tenía el deseo por una mujer.
Era su cumpleaños. 21 de febrero. No sabía a ciencia cierta si había nacido antes o después de las doce. Si la certeza que unos años más tarde precipitó sus días. Aquél maldito acelerador se había llevado sus piernas. Tenía 21. Su madre también lo había parido con esa edad. Era el número Kármico. Ladio rondaba los cuarenta. Sus pasatiempos eran los libros y los rompecabezas. Aunque a decir verdad, Dana, la mujer que lo atendía sin ser mujer, solía esconderle algunas piezas para que las buscara en la habitación y así se entretuviera un poco más con cada uno. Ella era dulce, paciente y mugrienta. Pasaba días sin bañarse. En Sarandí, siempre faltaba el agua y parecía haberse acostumbrado a eso. Ladio nunca fantaseó con ella. Ni aquellas tardes de verano en donde la ropa pesaba y los escotes incitaban. Era una relación fraternal. Sin padre, sin madre, y con un hermano que viajaba para olvidarse en el alcohol, Dana era su compañera. Leal y estoica. Pero no le movía ni un pelo. Si su prima, que de vez en cuando le cuidaba. En varias ocasiones se había excitado en sueños despiertos y de los otros. Sobre todo cuando le pasaba una esponjita por el pubis para lavarle el hedor. Ladio tenía una obsesión por el 21. Eran los minutos que miraba la televisión por día. Se programaba para ver el final de los programas descifrando la trama inicial. Jugaba con 21 cartas, sólo los juegos que se podían jugar. Tenía 21 apilados libros en su cómoda y a las 21 horas de cada noche los recontaba, junto a sus 21 monedas de 10 centavos.
--Acá te dejo los dos pesos con diez--- le decía Dana quien le reponía las moneditas prestadas porque a veces le faltaban para los viajes en colectivo.
-- Las 21 de diez centavos.—le corregía.
Aquél verano atroz de humedad lasciva condenaba. Dana le había preparado una torta de chocolinas con dulce de leche y mendicrim. Su favorita. Y al ritmo de las comparsas de carnaval, a las 21 horas luego de revisar la biblioteca, soplaría las velitas pidiendo un deseo. Ladio sabía que pedir. Ya lo sabía. Para quien convive con la vergüenza de estar apartado de todo, nada resulta vergonzoso. El se quería así. Se levantaba con el ánimo de un bebé en el medio del fango. Ella admiraba esa entereza que salía de quien sabe lo que padece. Ese día intuía algo distinto.
Llegó la hora señalada por su obsesiva compulsión. Dana y su prima se acercaron con lo dulce a su cama cantándole el cumple en francés como solía hacerlo su madre.
--Pedí un deseo antes Ladio--- dijo Dana
---Si con fuerza así se cumple…---le agregó la prima.
Ladio exhaló el deseo con la fuerza de cien vientos, alzando la mirada hacia ellas con una leve mueca.
---Espero que se me cumpla, voy a morir de pena sino se cumple…--- dijo cayendo la mirada en el escote de la prima.
--- Bueno…comamos--- cortó Dana el lenguaje no verbal.
El deseo era estar con la prima de Dana. Dana lo sabía. Desde siempre lo supo. No sentía pena por eso y creía que hasta podría ser el regalo para él. Su prima tambíen lo miraba. Estaba engarzada. Era menor que él pero sentía curiosidad. Después de la torta, Dana se excusó y salió. Su prima se sentó a la vera de la cama a leerle unos poemas de Bolaños. Ladio la miraba perdido. Se acercó sigiloso. Le tomó la mano suavemente y le besó fuerte. Era el momento exacto. El regalo anhelado. Las rosas que no espinaban. El perfume del encanto. El sabor del chocolate en las bocas que se deseaban. Se sumaron en el revuelco del sueño que se revuelca en los cuerpos. Sonaban las murgas. La alegría de afuera contagió el adentro. Desbordaban primaveras. Ardía la luna anaranjada en forma de prohibida manzana. Todo fue preciso sueño soñado. Ella se hizo su regalo. Ella tenía 21 años.