jueves, 12 de marzo de 2009

El mar de ilusiones

Crear un personaje tal vez sea cuestión de todos los días. Crearse un personaje puede durar toda la vida. Pero crear un personaje que trascienda la persona no es cosa común. Actuamos para vivir. Cuando era chico me sentí el zorro, Batman, el hombre araña, y cuanto héroe aparecía por la tele o en las caricaturas. Crecí viviendo eso. Modelos para armar. Modelos para seguir armando a medida que crecía jugando. Entiendo a los actores. Maximizan la historia y la hacen oficio. Los que se la creen más y lidian con esos personajes imaginarios llegan a trascender. Los demás quedan un tanto neuróticos. Hace algunos años, durante los prácticos de la escuela de periodismo, escribí para la sección de espectáculos de Página 12. Hice reportajes mediocres publicados y otros buenos no publicados. Esa es la ley del diario. Este nunca le interesó a la redacción y sí a mí. Era como pagar un peaje kármico. Esta historia es acerca del hombre. No del actor. No del personaje. Armando Catalano no era nombre para él le había dicho Walter Disney y se lo cambió. Era hijo de un militar italiano quien le había enseñado a cabalgar y a al buen uso de la esgrima. El papel principal le cuadraba, le convenció Walt y así él lo hizo inolvidable. Varios sofistas le quisieron copiar el estilo después. Alain Delon, Douglas Fairbanks, Antonio Banderas y otros más que no pudieron igualar su ángel. Llevó a la pantalla la fantástica historia de Johnston Mc Culley bajo el seudónimo de Guy Williams. Antes de eso, vendía cosméticos en Manhattan . Vivió menos que la gloria de su personaje. Entretuvo y se adueñó de la risa de los niños durante décadas y en sólo dos años, con 74 capítulos rodados, alcanzó una fama innegable. Fue el enmascarado más reconocido. El Robin Hood de la California española. Cuando Disney quiso satirizar la zaga, supo decir que no. Ya no era Guy Williams actor, sino Don Diego de la Vega el rico honesto y justo personaje que embelazaba a la audiencia quien habló. Fue Don Diego quien se negó. Fue “El Zorro”. Se debió entonces a su público. Al eco de los aplausos y las risas. Dos años de su vida le habían determinado el resto. Le habían llenado las alforjas de dinero. Le habían renombrado. Años después vivió en Buenos Aires sus últimos momentos junto a su Patricia, su novia argentina. Por ella, se había separado de su esposa Janice, en San Francisco. Perdió su fortuna. Casi lo perdió todo por amor. Menos el amor. El personaje digno se apoderó del hombre actor. Volvió con su carisma y su fama a rehacerse y lo logró desde las humildes presentaciones en circos y TV. Patricia, su compañera amante, fue quien me contó su historia en los aras de Areco allá por los noventa. Recuerdo aquél día. Su mirada vidriosa empañada de nostalgias. La charla tomados de la mano. El relato preciso a modo de confesión. Su preocupación por salir linda en las fotos. Fue entonces que le conté que en el 78 él me había entregado el diploma de “Ayudante del zorro” en el Circo Real de Madrid. Le devolví la sonrisa larga. Miró al cielo y me bendijo por traérselo nuevamente. Entendí que nunca se había ido. Entonces hoy, pago el peaje, cuento su historia y guardo su nombre. Don Diego de la Vega hizo méritos suficientes en mi mar de ilusiones como para llevarlo conmigo por siempre…Z.

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